domingo, 6 de febrero de 2011

creencias

Agudicé mi ingenio con la maña que él mismo lo hacía. Tantas veces lo vi hacer que llegué a creer que no era pecado. Hasta el vino llegué a tomar a escondidas cuando él se iba, con presura, después de la misa de las 8 cada Lunes. Sólo los lunes y algunos domingos que había fútbol en la capital. Se quitaba el traje negro y no decía nada. El brillo en sus ojos decía lo que sus labios callaban. Entonces se iba con la rapidez del que su alma es llevada por el diablo.
Yo me encargaba de todo luego. Era cuando aprovechaba y recogía esas monedas que tan amablemente habían echado los fieles y me las gastaba con mis amigos. O los llamaba y nos bebíamos entre todos una botella de aquel buen vino.
Un lunes, durante la misa de las 8, entró una mujer hermosa y bien definida en todas las partes de su cuerpo. Ella buscó un sitio cerca del altar. Vi en el joven cura el mismo brillo en sus ojos que tenía cada vez que salía raudo los lunes o los domingos de fútbol. En los ojos de ella vi reflejado el miedo y el desconcierto. Desde aquel día ya no se supo más de ella. A los nueve meses, las malas lenguas decían que había sido madre.