jueves, 1 de enero de 2009

Mi abuelo




Aún no sé como me presté a aquel absurdo juego de niños. Pusimos un vaso boca abajo, sobre un cartón en el que escribimos el abecedario y los diez primeros dígitos de la numeración. Nos fuimos a la habitación donde murió mi abuelo porque mi primo decía que así saldría mucho mejor. Pusimos un dedo cada uno sobre el vaso y otro primo mío empezó a hacer preguntas sin sentido a un figurado ser que nos escuchaba, todas relacionadas con mi abuelo. No quise prestar atención a aquel hecho, quise desviar la atención y pensar en otra cosa, quise hacerme el valeroso aunque por dentro empezaba a sentir algo parecido a miedo. Sin creer como, el vaso se movió hacia la letra "j". Reprimí ese acto a mis dos primos, porque José se llamaba mi abuelo pero sin poder terminar de abroncarles, el vaso comenzó a moverse de nuevo. Ahora se detuvo en el 7 y luego en el 2. Miré aterrado a los ojos de mis primos y éstos, a la luz de las velas, estaban desencajados, entonces comprendí que ellos no habían movido el vaso. Un escalofrío extraño recorrió mis brazos, haciendo erizar hasta el más minúsculo de los vellos, como una sensación extraña de frío. Recordé a que edad murió y aquel tablero de cartón había acertado. Una ráfaga de viento entró, no sé por donde, porque todo estaba cerrado, una ráfaga que me recordó a el último hálito de vida que mi abuelo exhaló antes de morir. El frío se acentuó y mi corazón se congeló con la habitación ahora en total oscuridad. No podía moverme del miedo, el pánico me inmovilizó. Oí como mis primos corrieron fuera de la habitación. Sentí que todo se quedaba en silencio, y que ese silencio era agónico, quise gritar con todas mis fuerzas pero las palabras se ahogaban en mi garganta. Las velas se encendieron de nuevo y vi que el vaso se movía loco por el tablero. No pude seguir mirando y tapé mis ojos con las manos. Mi corazón quería explotar, lo sentía desarbolado y de repente se quiso parar. Algo frío alejó mis manos del rostro, aunque no sé que es lo que estaba más gélido. Un susurro se alojó en mi oído, ahora tranquilizador, como si conociese aquel timbre y sentí el aliento sobre el lóbulo de la oreja, era la voz de mi abuelo que me decía que mirara. Fijé la vista en el tablero y el vaso comenzó a moverse. C-O-R-R-E. Quise moverme pero el miedo no me lo permitía. Oí tras de mí unas pisadas que se arrastraban pesadas por el suelo y que se acercaban lentamente. Volví la cabeza hacia las pisadas y una gran sombra desfigurada de ojos blancos se abalanzó sobre mí. Desperté al quinto día, en la sala de un hospital, con la cara todavía desencajada del miedo.

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